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domingo, 12 de junio de 2016

Librería

En la librería veo, señalo con mi dedo índices que me indican contenidos, anido mis manos entre sus hojas, y ya no vuelvo a levantar la vista, solo para levantar mi muñeca mientras mi boca le da un sorbo a ese té de autoservicio. Nuevo concepto de librerías, sillones mullidos, sillas en el salón de los libros infantiles. Animales, muchos animales que pueblan libros e imaginación de artistas, pobladuras de personas que viven en países inimaginables, en casetas de madera, en islas lejanas. Cuando voy a levantar mi vista, es porque un libro verde llamó mi atención: son clips de Playmobil, articulados, infantiles, pero a la vez inspiran mi adultez, mi intacta imaginación que no cesa aunque no esté en la infancia. Voy a ver si mi té me calienta en un frío día como éste, donde no encuentro otro refugio que un libro y muchas personas entrando y saliendo de la tienda de libros, que no es otra que ésta, abierta a horas intempestivas. Miro la carta, hay tés, cafés, galletas de chocolate blanco o un nuevo concepto de bolachas modernas, con la inscripción de una editorial. Ay, esas editoriales, fábrica de sueños, refugio de mentes prodigiosas, hechas a la cultura, a las que no les queda más remedio que leer para olvidar una rutina, para saber más, para enterarse de su ignorancia, para llegar a ser alguien que no tiene los ojos tapados, que los tiene vivarachos, que se entera más de las cosas y odia la mediocridad. Y como la curiosidad mató al gato, ahí va una galletera de galletitas danesas con papeles de colores, que me entregan para usar mi mano inocente para no sé qué rifa. Y la rifa me da risa: un payaso, bueno, un bufón me da una suave torta en la mejilla para hacerme reír con sus chascarrillos, y enseguida la estancia se llena de gente que ríe, que departe, que comparte calor en un día nevado. En veinte minutos me entero sobre lo que se rifa: ¡Se rifan tortas y tú tienes todas las papeletas! ¡y vaya si me entero! Recibo otra vez una suave torta en mi mejilla y un pequeño pastel de nata y fresas, obsequio de la casa por ser asiduo lector y visitante número uno. Me sorprendo, sonrío, le guiño un ojo a esa señorita de gafas, que me mira a punto de reírse, con una mano tapando su pintada boca roja. Entonces, veo a un niño con traviesa mirada, también con gafas, ratón de biblioteca, seguramente un empollón. Y ese niño me tiende un libro de Asterix y Obelix, se me queda mirando y me pregunta: Señor, ¿sabe usted por qué comen tanto en la aldea gala? Y entonces me paro a pensar y le digo: Para cebar un poco más a Obelix y no pierda sus poderes tras caer en el caldero, y de paso, para que los demás cojan fuerza y ganen batallas. Vienen a mi memoria escenas de bicicleta, de los comics superpuestos en la parte de atrás de este cómodo medio de transporte. Palmadas, juegos de manos calientes al fondo, una pareja mirándose amorosamente, servilletas cogidas por femeninas manos para que su novio pueda limpiarse de tan dulce y otoñal merienda. Plato estrella: pastel redondo de nata y fresas. Triunfante, arco de delicioso corazón en forma de fresas. Divertida, diferente tarde, y todo en una librería que no solo tiene libros, si no que tiene tiempo para entretener al personal con algo inusual, que juega con la imaginación, sita en libros, y ahora en una estancia llena de gente, con bufones, bufonadas, tortas, tartas, fresas, frases de amor dichas al oído. Le digo con confianza al librero que parece que estamos todos viviendo dentro de un libro, viviendo la imaginación como si fuera una realidad, que lo que los libros dicen, los libros mandan. La fantasía, no es tan fantasía, todos nos podemos parecer a nuestro personaje preferido. Parezco un perro gigante, un perro de Baskerville pegando saltos cuando suena la sesentera ‘yenca’, derecha, izquierda, delante, detrás, un, dos, tres… Mis zapatos no tienen fin, aguantan bien estos trotes, si hasta salto una silla y para mí no es nada, no paro de bailar, mis manos se mueven, hacen aspavientos, ¡esto no es una librería al uso!, grita suavemente la señorita de las gafas, mientras se aguanta la risa, mientras hojea un grueso libro de pastas blancas, del poemario de Emily Dickinson. Pues sí, el romanticismo de Emily Dickinson y de Jane Austen no es una quimera, sí, nada es una quimera, todo es real, nada inverosímil. Aquí hay una fábrica para los soñadores, se venden sueños, mejor dicho, se regalan, porque esto no se paga con dinero. Mordisqueo el chicle que me tiende el librero, y lo masco, mientras tarareo la próxima canción, que con solo empezar, ya sé que se trata de un clásico de la música rock. Libros en la estantería, aquí hay de todo prácticamente, si hasta hay vinilos de oferta. Encuentro, por fin, una ganga, y una señora con chupa de cuero me da un codazo que suena a complicidad, solo le falta ponerse delante de mí para bailar el rock, porque ella es una señora rockera. Leo, me levanto, doy un sorbo al té y por fin me decido por ese vinilo antiguo, seguramente por la causa del codazo, todo sea por un codazo. Cuántas veces un solo codazo o un simple guiño, o una simple pregunta sobre Asterix, puede encender el entusiasmo de una manera tan grata. Pues sí, el codazo, y el chicle. Y llega un bufón con la caja de galletas danesas y esta vez ya no hay rifas, hay galletas, hay señoritas con sus sombrillas y sus largos vestidos azules, por calles de principios de siglo, sitas en cajas, apiladas en pastelerías, llenas de pastas de té para decorar una ‘quedada’ de amigos en una tarde lloviznada, peleada con el chubasco, manchas de barro en las botas, de chasquidos en los charcos. Todo lo salva un té y sus correspondientes galletas. Y ahí llego yo, que no solo vengo aquí por los libros, vengo aquí por el autoservicio del té, y vengo también para que me guiñen el ojo, vengo a ver unos labios tersos y unas gafas que rodean ojos puestos en hojas blancas con contenido negro, de todas las tipografías. Y hoy, al venir, me siento cautivado por el baile, por la rifa, y porque nada existe aquí porque sí, todo está aquí para dar cuenta de que soy alguien que vive en un libro, lleno de montañas y de juegos, de animales, y que no solo leo, sino que algo más me invita a venir aquí, es la imagen de mi ilusión de niño, equidistante al cuarto de los juegos, a soñar con dragones y a meter bolas en el buche del payaso con los brazos articulados. Y esto no es cualquier cosa, me digo al levantarme del mullido sofá, y veo que soy el único que queda ya en esta original librería. Ya las señoras de la limpieza dan graciosos toques de fregona al suelo, ya el librero apaga su ordenador, las cajas de galletas vacías, tocadiscos sin vinilo, y el regreso a mi casa, a punto, donde me espera la cena. Entonces, ya en mi casa, me acuerdo de que siempre puedo volver ahí, a montarme a los lomos de un libro verde, y ser un perro gigante.